ACTIVIDADES SÁBADO 17 DE DICIEMBRE
CENA/TERTULIA:
"INTELIGENCIA EMOCIONAL"
¿CÓMO PONER INTELIGENCIA EN NUESTRAS EMOCIONES?
¿LA INTELIGENCIA EMOCIONAL PUEDE SER UNA HABILIDAD PARA MANIPULAR?
http://www.recursosdeautoayuda.com/el-lado-oscuro-de-la-inteligencia-emocional/
Precio de entrada al documental y tertulia: 3 euros
"INTELIGENCIA EMOCIONAL"
¿CÓMO PONER INTELIGENCIA EN NUESTRAS EMOCIONES?
¿LA INTELIGENCIA EMOCIONAL PUEDE SER UNA HABILIDAD PARA MANIPULAR?
http://www.recursosdeautoayuda.com/el-lado-oscuro-de-la-inteligencia-emocional/
Precio de entrada al documental y tertulia: 3 euros
NOTA IMPORTANTE: LA ESENCIA DE LA TERTULIA ESTÁ EN ÉSTE NEWSLETTER, NO EN EL DOCUMENTAL, POR LO QUE SI TENÉIS TIEMPO Y QUERÉIS TENER UN CONOCIMIENTO DEL TEMA, LEED LA SIGUIENTE INFORMACIÓN.
ES MUY DIFÍCIL ENCONTRAR UN DOCUMENTAL QUE INCLUYA TODA LA TEMÁTICA, EN OCASIONES ME HAN COMENTADO QUE EL VÍDEO NO HA ABARCADO TODO EL TEMA, ES POR ESA RAZÓN QUE OS PIDO, QUE QUIEN PUEDA, LEA.
Nuestro punto de encuentro para éste Sábado 17 de Diciembre a las 20:00 horas, será en el RESTAURANTE PIZZERIA GINOS de BARCELONA, http://www.ginos.es/, sito en la céntrica Ronda Universidad, nº 27, esquina con Balmes y Rambla de Catalunya, y a muy pocos metros de la Plaza de Catalunya. Es un local confortable donde podremos tertuliar con tranquilidad, realizar una conferencia, y disfrutar de buena cena.
Importante:
Cuando entréis en el restaurante habréis de bajar unas escaleras, allí encontraréis la sala comedor para grupos.
Cuando entréis en el restaurante habréis de bajar unas escaleras, allí encontraréis la sala comedor para grupos.
Vamos a estar en un salón privado donde estaremos libres de ruidos ambientales.
A las 20:00 horas iniciaremos pase del documental - "INTELIGENCIA EMOCIONAL" ¿CÓMO PONER INTELIGENCIA EN NUESTRAS EMOCIONES? ¿LA INTELIGENCIA EMOCIONAL PUEDE SER UNA HABILIDAD PARA MANIPULAR? Se ruega puntualidad. Tras visualizar dicho documental, realizaremos un DOCUFORUM relacionado con éste tema.
Sobre las 22 horas cenaremos.
Para los más marchosos, después de cenar iremos a tomar unos refrescos para seguir con la velada en un ambiente más distendido.
Ruego confirmar asistencia para efectuar reserva de comensales. Para reservar llamad al móvil 654113551, Montse Guardia.
A las 20 horas iniciaremos pase de documental
"INTELIGENCIA EMOCIONAL"
¿CÓMO PONER INTELIGENCIA EN NUESTRAS EMOCIONES?
¿LA INTELIGENCIA EMOCIONAL PUEDE SER UNA HABILIDAD PARA MANIPULAR?
¿CÓMO PONER INTELIGENCIA EN NUESTRAS EMOCIONES?
¿LA INTELIGENCIA EMOCIONAL PUEDE SER UNA HABILIDAD PARA MANIPULAR?
El concepto de Inteligencia Emocional ha llegado a prácticamente todos los rincones
de nuestro planeta, en forma de tiras cómicas, programas educativos, juguetes
que dicen contribuir a su desarrollo o anuncios clasificados de personas que afirman
buscarla en sus parejas. Incluso la UNESCO puso en marcha una iniciativa
mundial en 2002, y remitió a los ministros de educación de 140 países una
declaración con los 10 principios básicos imprescindibles para poner en marcha
programas de aprendizaje social y emocional.
El mundo empresarial no ha
sido ajeno a esta tendencia y ha encontrado en la inteligencia emocional una
herramienta inestimable para comprender la productividad laboral de las
personas, el éxito de las empresas, los requerimientos del liderazgo y hasta la
prevención de los desastres corporativos. No en vano, la Harvard Business
Review ha llegado a calificar a la inteligencia emocional como un concepto
revolucionario, una noción arrolladora, una de las ideas más influyentes de la
década en el mundo empresarial. Revelando de forma esclarecedora el valor
subestimado de la misma, la directora de investigación de un head hunter ha
puesto de relieve que los CEO son contratados por su capacidad intelectual y su
experiencia comercial y despedidos por su falta de inteligencia emocional.
Sorprendido ante el efecto
devastador de los arrebatos emocionales y consciente, al mismo tiempo, de que
los tests de coeficiente intelectual no arrojaban excesiva luz sobre el
desempeño de una persona en sus actividades académicas, profesionales o
personales, Daniel Goleman ha intentado desentrañar qué factores determinan las
marcadas diferencias que existen, por ejemplo, entre un trabajador “estrella” y
cualquier otro ubicado en un punto medio, o entre un psicópata asocial y un
líder carismático.
Su tesis defiende que, con
mucha frecuencia, la diferencia radica en ese conjunto de habilidades que ha
llamado “inteligencia emocional”, entre las que destacan el autocontrol, el
entusiasmo, la empatía, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno
mismo. Si bien una parte de estas habilidades pueden venir configuradas en
nuestro equipaje genético, y otras tantas se moldean durante los primeros años
de vida, la evidencia respaldada por abundantes investigaciones demuestra que
las habilidades emocionales son susceptibles de aprenderse y perfeccionarse a
lo largo de la vida, si para ello se utilizan los métodos adecuados.
Las
emociones en el cerebro
El diseño biológico que
rige nuestro espectro emocional no lleva cinco ni cincuenta generaciones
evolucionando; se trata de un sistema que está presente en nosotros desde hace
más de cincuenta mil generaciones y que ha contribuido, con demostrado éxito, a
nuestra supervivencia como especie. Por ello, no hay que sorprenderse si en
muchas ocasiones, frente a los complejos retos que nos presenta el mundo
contemporáneo, respondamos instintivamente con recursos emocionales adaptados a
las necesidades del Pleistoceno.
En esencia, toda emoción
constituye un impulso que nos moviliza a la acción. La propia raíz etimológica
de la palabra da cuenta de ello, pues el latín movere significa moverse y el
prefijo e denota un objetivo. La emoción, entonces, desde el plano semántico,
significa “movimiento hacia”, y basta con observar a los animales o a los niños
pequeños para encontrar la forma en que las emociones los dirigen hacia una
acción determinada, que puede ser huir, chillar o recogerse sobre sí mismos.
Cada uno de nosotros viene equipado con unos programas de reacción automática o
una serie de predisposiciones biológicas a la acción. Sin embargo, nuestras
experiencias vitales y el medio en el cual nos haya tocado vivir irán moldeando
con los años ese equipaje genético para definir nuestras respuestas y
manifestaciones ante los estímulos emocionales que encontramos.
Un par de décadas atrás, la
ciencia psicológica sabía muy poco, si es que algo sabía, sobre los mecanismos
de la emoción. Pero recientemente, y con ayuda de nuevos medios tecnológicos,
se ha ido esclareciendo por vez primera el misterioso y oscuro panorama de
aquello que sucede en nuestro organismo mientras pensamos, sentimos, imaginamos
o soñamos. Gracias al escáner cerebral se ha podido ir desvelando el
funcionamiento de nuestros cerebros y, de esta manera, la ciencia cuenta con
una poderosa herramienta para hablar de los enigmas del corazón e intentar dar
razón de los aspectos más irracionales del psiquismo.
Alrededor del tallo
encefálico, que constituye la región más primitiva de nuestro cerebro y que
regula las funciones básicas como la respiración o el metabolismo, se fue
configurando el sistema límbico, que aporta las emociones al repertorio de
respuestas cerebrales. Gracias a éste, nuestros primeros ancestros pudieron ir
ajustando sus acciones para adaptarse a las exigencias de un entorno cambiante.
Así, fueron desarrollando la capacidad de identificar los peligros, temerlos y
evitarlos. La evolución del sistema límbico estuvo, por tanto, aparejada al
desarrollo de dos potentes herramientas: la memoria y el aprendizaje.
En esta región cerebral se
ubica la amígdala, que tiene la forma de una almendra y que, de hecho, recibe
su nombre del vocablo griego que denomina a esta última. Se trata de una
estructura pequeña, aunque bastante grande en comparación con la de nuestros
parientes evolutivos, en la que se depositan nuestros recuerdos emocionales y
que, por ello mismo, nos permite otorgarle significado a la vida. Sin ella, nos
resultaría imposible reconocer las cosas que ya hemos visto y atribuirles algún
valor.
Sobre esta base cerebral en
la que se asientan las emociones, fue creándose hace unos cien millones de años
el neocórtex: la región cerebral que nos diferencia de todas las demás especies
y en la que reposa todo lo característicamente humano. El pensamiento, la
reflexión sobre los sentimientos, la comprensión de símbolos, el arte, la
cultura y la civilización encuentran su origen en este esponjoso reducto de
tejidos neuronales. Al ofrecernos la posibilidad de planificar a largo plazo y
desarrollar otras estrategias mentales afines, las complejas estructuras del
neocórtex nos permitieron sobrevivir como especie. En esencia, nuestro cerebro
pensante creció y se desarrolló a partir de la región emocional y estos dos
siguen estando estrechamente vinculados por miles de circuitos neuronales.
Estos descubrimientos arrojan muchas luces sobre la relación íntima entre
pensamiento y sentimiento.
La emergencia del neocórtex
produjo un sinnúmero de combinaciones insospechadas y de gran sofisticación en
el plano emocional, pues su interacción con el sistema límbico nos permitió
ampliar nuestro abanico de reacciones ante los estímulos emocionales y así, por
ejemplo, ante el temor, que lleva a los demás animales a huir o a defenderse,
los seres humanos podemos optar por llamar a la policía, realizar una sesión de
meditación trascendental o sentarnos a ver una comedia ligera. Asimismo, con el
neocórtex emergió en nosotros la capacidad de tener sentimientos sobre nuestros
sentimientos, inducir emociones o inhibir las pasiones.
Orgullosos de nuestra
capacidad para controlar nuestras emociones, hemos caído en la trampa de creer
que nuestra racionalidad prima sobre nuestros sentimientos y que a ella podemos
atribuirle la causa de todos nuestros actos. Pero, a diferencia de lo que pensamos,
son muchos los asuntos emocionales que siguen regidos por el sistema límbico y
nuestro cerebro toma decisiones continuamente sin siquiera consultarlas con los
lóbulos frontales y demás zonas analíticas de nuestro cerebro pensante.
Recuerde, simplemente, la última vez en que perdió usted el control y explotó
ante alguien, diciendo cosas que jamás diría.
Los estudios neurológicos
han encontrado que la primera región cerebral por la que pasan las señales
sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos es el tálamo, que se encarga
de distribuir los mensajes a las otras regiones de procesamiento cerebral.
Desde allí, las señales son dirigidas al neocórtex, donde la información es
ponderada mediante diferentes niveles de circuitos cerebrales, para tener una
noción completa de lo que ocurre y finalmente emitir una respuesta adaptada a
la situación. El neocórtex registra y analiza la situación y acude a los
lóbulos prefrontales para comprender y organizar los estímulos, en orden a
ofrecer una respuesta analítica y proporcionada, enviando luego las señales al
sistema límbico para que produzca e irradie las respuestas hormonales al resto
del cuerpo.
Aunque esta es la forma en
la que funciona nuestro cerebro la mayor parte del tiempo, Joseph LeDoux -en su
apasionante estudio sobre la emoción- descubrió que, junto a la larga vía
neuronal que va al córtex, existe una pequeña estructura neuronal que comunica
directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta, que
constituye una suerte de atajo, permite que la amígdala reciba algunas señales
directamente de los sentidos y dispare una secreción hormonal que determina
nuestro comportamiento, antes de que esas señales hayan sido registradas por el
neocórtex.
El problema que esto puede
y suele suscitar consiste en que la amígdala ofrece respuestas inmediatas que
no tienen en cuenta la situación en toda su complejidad, sino que se limitan a
asociarla con los recuerdos emocionales que guarda almacenados para proveer así
la repuesta que considere adecuada. Si bien esto podría ser determinante para
la supervivencia de nuestros ancestros en situaciones en las que unas milésimas
de segundos significaban la diferencia entre vida o muerte, en el sofisticado
mundo social de hoy en día puede resultar desproporcionado y hasta
catastrófico.
La
respuesta de lucha o huida
Así, por ejemplo, no es de
sorprender que una persona que haya sufrido un fuerte trauma tras haber sido
asediada sexualmente por un antiguo jefe, tenga una reacción exagerada y
violenta cuando se enfrente a un escenario similar al del ataque o cuando se
encuentre con una superior que le recuerde de alguna forma a su agresor. De
hecho, la situación se hace más compleja si tenemos en cuenta que la mayoría de
los recuerdos emocionales más intensos que están almacenados en la amígdala
proceden de los primeros años de vida, de hechos que no sólo escapan a nuestro
control, sino que ni siquiera entran en el ámbito de nuestros recuerdos
conscientes.
En cada uno de nosotros se
solapan dos mentes distintas: una que piensa y otra que siente. Éstas
constituyen dos facultades relativamente independientes y reflejan el
funcionamiento de circuitos cerebrales diferentes aunque interrelacionados. De
hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la
inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico
y el neocórtex exige la participación armónica de ambas. En muchísimas
ocasiones, estas dos mentes mantienen una adecuada coordinación, haciendo que
los sentimientos condicionen y enriquezcan los pensamientos y lo mismo a la
inversa. Algunas veces, sin embargo, la carga emocional de un estímulo
despierta nuestras pasiones, activando a nivel neuronal un sistema de reacción
de emergencia, capaz de secuestrar a la mente racional y llevarnos a
comportamientos desproporcionados e indeseables, como cuando un ataque de
cólera conduce a un homicidio.
En el funcionamiento de la
amígdala y en su interrelación con el neocórtex se esconde el sustento
neurológico de la inteligencia emocional, entendida, pues, como un conjunto de
disposiciones o habilidades que nos permite, entre otras cosas, tomar las
riendas de nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos
de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o dominar esa
capacidad que señaló Aristóteles de enfadarse con la persona adecuada, en el
grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo
correcto.
La
inteligencia más allá del intelecto
Diversos estudios de largo
plazo han ido observando las vidas de los chicos que puntuaban más alto en las
pruebas intelectivas o han comparado sus niveles de satisfacción frente a
ciertos indicadores (la felicidad, el prestigio o el éxito laboral) con
respecto a los promedios. Todos ellos han puesto de relieve que el coeficiente
intelectual apenas si representa un 20% de los factores determinantes del
éxito.
El 80% restante depende de
otro tipo de variables, tales como la clase social, la suerte y, en gran
medida, la inteligencia emocional. Así, la capacidad de motivarse a sí mismo,
de perseverar en un empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los
impulsos, diferir las gratificaciones, regular los propios estados de ánimo,
controlar la angustia y empatizar y confiar en los demás parecen ser factores
mucho más determinantes para la consecución de una vida plena que las medidas
del desempeño cognitivo.
Tal como sucede con las
matemáticas o la lectura, la vida emocional constituye un ámbito que se puede
dominar con mayor o menor pericia. A menudo se nos presentan en el mundo
sujetos que evocan la caricatura estereotípica del intelectual con una
asombrosa capacidad de razonamiento, pero completamente inepto en el plano personal.
Quienes, en cambio, gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y saben
interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás,
gozan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el
noviazgo y las relaciones íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas
que determinan el éxito en el ámbito profesional.
Si bien es cierto que en
toda persona coexisten los dos tipos de inteligencia (cognitiva y emocional),
es evidente que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la
clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres
humanos. Uno de los críticos más contundentes con el modelo tradicional de
concebir la inteligencia es Howard Gardner. Este mantiene que la inteligencia
no es una sola, sino un amplio abanico de habilidades diferenciadas entre las
que identifica siete, sin pretender con ello hacer una enumeración exhaustiva.
Gardner destaca dos tipos
de inteligencia personal: la interpersonal, que permite comprender a los demás,
y la intrapersonal, que permite configurar una imagen fiel y verdadera de uno
mismo. De forma más específica, y siguiendo el sendero abierto por Gardner,
Peter Salovey ha organizado las inteligencias personales en cinco competencias
principales: el conocimiento de las propias emociones, la capacidad de
controlar estas últimas, la capacidad de motivarse uno mismo, el reconocimiento
de las emociones ajenas y el control de las relaciones.
Las habilidades emocionales
no sólo nos hacen más humanos, sino que en muchas ocasiones constituyen una
condición de base para el despliegue de otras habilidades que suelen asociarse
al intelecto, como la toma de decisiones racionales. El propio Gardner ha dicho
que en la vida cotidiana no existe nada más importante que la inteligencia
intrapersonal, ya que a falta de ella, no acertaremos en la elección de la
pareja con quien vamos a contraer matrimonio, en la elección del puesto de
trabajo, etcétera.
El caso de Elliot
constituye un ejemplo interesante de la forma en que esto sucede. Tras una
intervención quirúrgica en la que le extirparon un tumor cerebral, Elliot
sufrió un cambio radical en su personalidad y en pocos meses perdió su trabajo,
arruinó su matrimonio y dilapidó todos sus recursos. Aunque sus capacidades
intelectuales seguían intactas, como corroboraban los tests que se le
realizaron, Elliot malgastaba su tiempo en cualquier pequeño detalle, como si
hubiera perdido toda sensación de prioridad. Tras estudiar su caso, Antonio
Damasio encontró que con la operación se habían comprometido algunas conexiones
nerviosas de la amígdala con otras regiones del neocórtex y que, en
consecuencia, Elliot ya no tenía conciencia de sus propios sentimientos.
Pero Damasio fue un poco
más allá, y logró concluir que los sentimientos juegan un papel fundamental en
nuestra habilidad para tomar las decisiones que a diario debemos adoptar, pues
al parecer, la presencia de una sensación visceral es la que nos da la
seguridad que necesitamos para renunciar o proseguir con un determinado curso
de acción, disminuyendo las alternativas sobre las cuales tenemos que elegir.
En suma, muchas de las habilidades vitales que nos permiten llevar una vida
equilibrada, como la capacidad para tomar decisiones, nos exigen permanecer en
contacto con nuestras propias emociones.
Habilidad
1: autocontrol, el dominio de uno mismo
Los griegos llamaban
sofrosyne a la virtud consistente en el cuidado y la inteligencia en el
gobierno de la propia vida; a su vez, los romanos y la iglesia cristiana
primitiva denominaban temperancia (templanza) a la capacidad de contener el
exceso emocional. La preocupación, pues, por gobernarse a sí mismo y controlar
impulsos y pasiones parece ir aparejada al desarrollo de la vida en comunidad,
pues una emoción excesivamente intensa o que se prolongue más allá de lo
prudente, pone en riesgo la propia estabilidad y puede traer consecuencias
nefastas.
Si de una parte somos
esclavos de nuestra propia naturaleza, y en ese sentido es muy escaso el
control que podemos ejercer sobre la forma en que nuestro cerebro responde a
los estímulos y sobre su manera de activar determinadas respuestas emocionales,
por otra parte sí que podemos ejercer algún control sobre la permanencia e
intensidad de esos estados emocionales.
Así, el arte de contenerse,
de dominar los arrebatos emocionales y de calmarse a uno mismo ha llegado a ser
interpretado por psicólogos de la altura de D. W. Winnicott como el más
fundamental de los recursos psicológicos. Y como ha demostrado una profusa
investigación, estas habilidades se pueden aprender y desarrollar,
especialmente en los años de la infancia en los que el cerebro está en perpetua
adaptación. Para comprender mejor estas afirmaciones, veamos su aplicación en
el caso del enfado y la tristeza.
El enfado es una emoción
negativa con un intenso poder seductor, pues se alimenta a sí misma en una
especie de círculo cerrado, en el que la persona despliega un diálogo interno
para justificar el hecho de querer descargar la cólera en contra de otro.
Cuantas más vueltas le da a los motivos que han originado su enfado, mayores y
mejores razones creerá tener para seguir enojado, alimentando con sus
pensamientos la llama de su cólera. El enfado, pues, se construye sobre el
propio enfado y su naturaleza altamente inflamable atrapa las estructuras
cerebrales, anulando toda guía cognitiva y conduciendo a la persona a las
respuestas más primitivas.
Dolf Zillmann, psicólogo de
la Universidad de Alabama, sostiene que el detonante universal del enfado
radica en la sensación de hallarse amenazado, bien sea por una amenaza física o
cualquier amenaza simbólica en contra de la autoestima o el amor propio (como,
por ejemplo, sentirse tratado de forma injusta o ruda o recibir un insulto o
cualquier otra muestra de menosprecio).
Por su naturaleza invasiva,
el enfado suele percibirse como una emoción incontrolable e incluso
euforizante, y esto ha fomentado la falsa creencia de que la mejor forma de
combatirlo consiste en expresarlo abiertamente, en una suerte de catarsis
liberadora. Los experimentos liderados por Zillman han permitido concluir que
el hecho de airear el enojo de poco o nada sirve para mitigarlo. Aún más, Diane
Tice ha descubierto que expresar abiertamente el enfado constituye una de las
peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan
necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se
sienta todavía más irritada.
Benjamin Franklin sentenció
que siempre hay razones para estar enfadados, pero éstas rara vez son buenas.
El problema está en saber discernir. Los estudios empíricos de Zillman le han
servido para descubrir que una de las recetas más efectivas para acabar con el
enfado consiste en reencuadrar la situación dentro de un marco más positivo.
Para ello, conviene hacer conciencia de los pensamientos que desencadenaron la
primera descarga de enojo, pues muchas veces una pequeña información adicional
sobre esa situación original puede restarle toda su fuerza al enfado.
En un experimento muy
elocuente, un grupo de voluntarios debía realizar ejercicios físicos en una
sala, dirigidos por un ayudante que, en realidad, era cómplice del investigador
y se limitaba a insultarlos y a provocarlos de múltiples formas. Al terminar la
actividad, los voluntarios tenían la posibilidad de descargar su cólera,
evaluando las aptitudes del ayudante para una eventual contratación laboral.
Como era de esperar, los ánimos estaban caldeados y las calificaciones que el
sujeto obtuvo fueron bajísimas.
En una segunda aplicación
del experimento se introdujo una variante: cuando terminaban los ejercicios,
entraba una mujer con los formularios y el ayudante, que en ese momento salía,
se despedía de ella de forma despectiva. Ella, sin embargo, parecía tomarse sus
palabras con buen humor y luego les explicaba a los asistentes que su compañero
estaba pasando por muy mal momento, sometido a intensas presiones por un examen
al que se sometería pronto. Esa pequeña información bastó para modular el
enfado de los voluntarios, quienes en esta ocasión calificaron de forma mucho
más benévola las aptitudes del ayudante.
Por otra parte, Zillman ha
descubierto que alejarse de los estímulos que pueden recordar las causas del
enfado y cambiar el foco de atención es otra forma muy efectiva de aplacarlo,
pues se pone fin a la cadena de pensamientos irritantes, se reduce la
excitación fisiológica y se produce una suerte de enfriamiento en el que la
cólera va desapareciendo. A juicio de Zillman, mediante unas distracciones
adecuadas en las que la mente tenga que prestar atención a algo nuevo,
diferente y entretenido (como ver una película, leer un libro, realizar un poco
de ejercicio o dar un paseo), es posible modificar el estado anímico y suavizar
el enfado, pues es muy difícil que éste subsista cuando uno lo está pasando bien.
De manera semejante a lo
que ocurre con el enfado, la tristeza es un estado de ánimo que lleva a la
gente a utilizar múltiples recursos para librarse de él, muchos de los cuales
resultan poco efectivos. Por ejemplo, Diane Tice ha comprobado que el hecho de
aislarse, que suele ser la opción escogida por muchos cuando se sienten
abatidos, solamente contribuye a aumentar su sensación de soledad y desamparo.
Entre las medidas que han
demostrado mayor éxito para combatir la depresión se encuentra la terapia
cognitiva orientada a modificar las pautas de pensamiento que la rigen. Esta
terapia intenta conducir al paciente a identificar, cuestionar y relativizar
los pensamientos que se esconden en el núcleo de la obsesión y a establecer un
programa de actividades agradables que procure alguna clase de distracción,
como por ejemplo el aeróbic, que ha demostrado ser una de las tácticas más
eficaces para sacudirse de encima tanto la depresión leve como otros estados de
ánimo negativos.
Habilidad
2: el entusiasmo, la aptitud maestra para la vida
Por su poderosa influencia
sobre todos los aspectos de la vida de una persona, las emociones se encuentran
en el centro de la existencia; la habilidad del individuo para manejarlas actúa
como un poderoso predictor de su éxito en el futuro. La capacidad de pensar, de
planificar, concentrarse, solventar problemas, tomar decisiones y muchas otras
actividades cognitivas indispensables en la vida pueden verse entorpecidas o
favorecidas por nuestras emociones. Así pues, el equipaje emocional de una
persona, junto a su habilidad para controlar y manejar esas tendencias innatas,
proveen los límites de sus capacidades mentales y determinan los logros que
podrá alcanzar en la vida. Habilidades emocionales como el entusiasmo, el gusto
por lo que se hace o el optimismo representan unos estímulos ideales para el
éxito. De ahí que la inteligencia emocional constituya la aptitud maestra para
la vida.
Si comparamos a dos
personas con unas capacidades innatas equivalentes, una de las cuales se
encuentra en la cúspide de su carrera, mientras la otra se codea con la masa en
un nivel de mediocridad, encontraremos que su principal diferencia radica en
aspectos emocionales: por ejemplo, el entusiasmo y la tenacidad frente a todo
tipo de contratiempos, que le habrán permitido al primero perseverar en la
práctica ardua y rutinaria durante muchos años.
Diversos estudios han
trazado la correlación entre ciertas habilidades emocionales y el desempeño
futuro de una persona. Delante de un grupo de niños de cuatro años de edad se
colocó una golosina que podían comer, pero se les explicó que si esperaban
veinte minutos para hacerlo, entonces conseguirían dos golosinas. Doce años
después se demostró que aquellos pequeños que habían exhibido el autocontrol
emocional necesario para refrenar la tentación en aras de un beneficio mayor
eran más competentes socialmente, más emprendedores y más capaces de afrontar
las frustraciones de la vida.
De forma semejante, la
ansiedad constituye un predictor casi inequívoco del fracaso en el desempeño de
una tarea compleja, intelectualmente exigente y tensa como, por ejemplo, la que
desarrolla un controlador aéreo. Un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes
de control del tráfico aéreo arrojó que el indicador de éxito y fracaso estaba
mucho más relacionado con los niveles de ansiedad que con las cifras alcanzadas
en los tests de inteligencia. Asimismo, 126 estudios diferentes, en los que
participaron más de 36.000 personas, han ratificado que cuanto más proclive a
angustiarse es una persona, menor es su rendimiento académico. Así pues, la
ansiedad y la preocupación, cuando no se cuenta con la habilidad emocional para
dominarlas, actúan como profecías autocumplidas que conducen al fracaso.
En cuanto al entusiasmo y
la habilidad para pensar de forma positiva, C. R. Snyder, psicólogo de la
Universidad de Kansas, descubrió que las expectativas de un grupo de
estudiantes universitarios eran un mejor predictor de sus resultados en los
exámenes que sus puntuaciones en un test llamado SAT, que tiene una elevada
correlación con el coeficiente intelectual. Según Snyder, la esperanza es algo
más que la visión ingenua de que todo irá bien; se trata de la creencia de que
uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus objetivos,
cualesquiera que estos sean.
Con el optimismo sucede algo parecido. Siempre que no se trate de un fantasear irreal e ingenuo, el optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la depresión frente a las adversidades. Martin Seligman, de la Universidad de Pensilvania, lo define en función de la forma en que la gente se explica a sí misma sus éxitos y sus fracasos. Mientras que el optimista ubica la causa de sus fracasos en algo que puede cambiarse y que podrá combatir en el futuro, el pesimista se echa la culpa de sus reveses, atribuyéndolos a alguna característica personal que no es posible modificar. El mismo Seligman lideró un estudio sobre los vendedores de seguros de una compañía norteamericana: así descubrió que, durante sus primeros dos años de trabajo, los optimistas vendían un 37% más que los pesimistas, y que las tasas de abandono del puesto entre los pesimistas doblaban a las de sus colegas optimistas.
En síntesis, canalizar las
emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera aptitud maestra.
Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de regular
los estados de ánimo para facilitar el pensamiento y la reflexión, de motivarse
a uno mismo para perseverar y hacer frente a los contratiempos, de asumir una
actitud optimista frente al futuro, todo ello parece demostrar el gran poder de
las emociones como guías que determinan la eficacia de nuestros esfuerzos.
Habilidad
3: la empatía, ponerse en la piel de los demás
Algunas personas tienen más
facilidad que otras para expresar con palabras sus propios sentimientos; existe
otro tipo de individuos cuya incapacidad absoluta para hacerlo los lleva
incluso a considerar que carecen de sentimientos. Peter Sifneos, psiquiatra de
Harvard, acuñó el término “alexitimia”, que se compone del prefijo a (sin),
junto a los vocablos lexis (palabra) y thymos (emoción), para referirse a la
incapacidad de algunas personas para expresar con palabras sus propias
vivencias.
No es que los alexitímicos
no sientan, simplemente carecen de la capacidad fundamental para identificar,
comprender y expresar sus emociones. Este tipo de ignorancia hace de ellos
personas planas y aburridas, que suelen quejarse de problemas clínicos difusos,
y que tienden a confundir el sufrimiento emocional con el dolor físico. Pero el
efecto negativo de esta condición rebasa el ámbito privado de la persona en
cuestión, en la medida en que la conciencia de sí mismo es la facultad sobre la
que se erige la empatía. Así, al no tener la menor idea de lo que sienten, los
alexitímicos se encuentran completamente desorientados con respecto a los
sentimientos de quienes les rodean.
La palabra empatía proviene
del griego empatheia, que significa “sentir dentro”, y denota la capacidad de
percibir la experiencia subjetiva de otra persona. El psicólogo norteamericano
E.B. Titehener amplió el alcance del término para referirse al tipo de
imitación física que realiza una persona frente al sufrimiento ajeno, con el
objeto de evocar idénticas sensaciones en sí misma. Diversas observaciones in
situ han permitido identificar esta habilidad desde edades muy tempranas, como
en niños de nueve meses de edad que rompen a llorar cuando ven a otro niño
caerse, o niños un poco mayores que ofrecen su peluche a otro niño que está
llorando y llegan incluso a arroparlo con su manta. Incluso se ha demostrado
que desde los primeros días de vida, los bebés se muestran afectados cuando
oyen el llanto de otro niño, lo cual ha sido considerado por algunos como el
primer antecedente de la empatía.
A lo largo de la vida, esa
capacidad para comprender lo que sienten los demás afecta un espectro muy
amplio de actividades, que van desde las ventas hasta la dirección de empresas,
pasando por la política, las relaciones amorosas y la educación de los hijos. A
su vez, la ausencia de empatía suele ser un rasgo distintivo de las personas
que cometen los delitos más execrables: psicópatas, violadores y pederastas. La
incapacidad de estos sujetos para percibir el sufrimiento de los demás les
infunde el valor necesario para perpetrar sus delitos, que muchas veces
justifican con mentiras inventadas por ellos mismos, como cuando un padre
abusador asume que está dándole afecto a sus hijos o un violador sostiene que
su víctima lo ha incitado al sexo por la forma en que iba vestida.
Los estudios adelantados
por el National Institute of Mental Health han puesto de relieve que buena
parte de las diferencias en el grado de empatía se hallan directamente
relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus hijos. Daniel
Stern, un psiquiatra que ha estudiado los breves y repetidos intercambios que
tienen lugar entre padres e hijos, sostiene que en esos momentos de intimidad
se está dando el aprendizaje fundamental de la vida emocional. A su juicio,
existe sintonización entre dos personas -una madre y su hijo, o dos amantes en
la cama- cuando la una constata que sus emociones son captadas, aceptadas y
correspondidas con empatía.
Según los estudios
realizados, el coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es
extraordinario. Cuando los padres fracasan reiteradamente en mostrar empatía
hacia una determinada gama de emociones de su hijo, como el llanto o sus
necesidades afectivas, el niño dejará de expresar ese tipo de emociones y es
posible que incluso deje de sentirlas. De esta forma, y en general, los
sentimientos que son desalentados de forma más o menos explícita durante la
primera infancia pueden desaparecer por completo del repertorio emocional de
una persona.
Por fortuna, las
investigaciones también han encontrado que las pautas relacionales se pueden ir
modificando y que, si bien es cierto que las primeras relaciones tienen un
impacto enorme en la configuración emocional, el sujeto se enfrentará a una
serie de relaciones “compensatorias” a lo largo de su vida, con amigos,
familiares o hasta con un terapeuta, que pueden ir remoldeando sus pautas de
conducta. En ese sentido, muchas teorías psicoanalíticas consideran que la
relación terapéutica constituye un adecuado correctivo emocional que puede
proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización.
Finalmente, las
investigaciones sobre la comunicación humana suelen dar por hecho que más del
90% de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal, y se manifiesta en
aspectos como la inflexión de la voz, la expresión facial y los gestos, entre
otros. De ahí que la clave que permite a una persona acceder a las emociones de
los demás radica en su capacidad para captar los mensajes no verbales. De
hecho, diversos estudios han evidenciado que los niños que tienen más desarrollada
esta capacidad muestran un mayor rendimiento académico que el de la media, aun
cuando sus coeficientes intelectuales sean iguales o inferiores al de otros
niños menos empáticos. Este dato parece sugerir que la empatía favorece el
rendimiento escolar o, tal vez, que los niños empáticos son más atractivos a
los ojos de sus profesores.
Inteligencia emocional para el trabajo
Una persona que carece de
control sobre sus emociones negativas podrá ser víctima de un arrebato
emocional que le impida concentrarse, recordar, aprender y tomar decisiones con
claridad. De ahí la frase de cierto empresario de que el estrés estupidiza a la
gente. El precio que puede llegar a pagar una empresa por la baja inteligencia
emocional de su personal es tan elevado, que fácilmente podría llevarla a la
quiebra. En el caso de la aeronáutica, se estima que el 80% de los accidentes
aéreos responde a errores del piloto. Como bien saben en los programas de
entrenamiento de pilotos, muchas catástrofes se pueden evitar si se cuenta con
una tripulación emocionalmente apta, que sepa comunicarse, trabajar en equipo,
colaborar y controlar sus arrebatos.
El tiempo de los jefes
competitivos y manipuladores, que confundían la empresa con una selva, ha
pasado a la historia. La nueva sociedad requiere otro tipo de superior cuyo
liderazgo no radique en su capacidad para controlar y someter a los otros, sino
en su habilidad para persuadirlos y encauzar la colaboración de todos hacia
unos propósitos comunes.
En un entorno laboral de
creciente profesionalización, en el que las personas son muy buenas en labores
específicas pero ignoran el resto de tareas que conforman la cadena de valor,
la productividad depende cada vez más de la adecuada coordinación de los
esfuerzos individuales. Por esa razón, la inteligencia emocional, que permite
implementar buenas relaciones con las demás personas, es un capital inestimable
para el trabajador contemporáneo.
En un estudio publicado en
la Harvard Business Review, Robert Kelley y Janet Caplan compararon a un grupo
de trabajadores “estrella” con el resto situado en la media: con respecto a una
serie de indicadores, hallaron que, mientras que no había ninguna diferencia
significativa en el coeficiente intelectual o talento académico, sí se
observaban disparidades críticas en relación a las estrategias internas e
interpersonales utilizadas por los trabajadores “estrella” en su trabajo. Uno
de los mayores contrastes que encontraron entre los dos grupos venía dado por
el tipo de relaciones que establecían con una red de personas clave.
Los trabajadores “estrella”
de una organización suelen ser aquellos que han establecido sólidas conexiones
en las redes sociales informales y, por lo tanto, cuentan con un enorme
potencial para resolver problemas, pues saben a quién dirigirse y cómo obtener
su apoyo en cada situación antes incluso de que las complicaciones se
presenten, frente a aquellos otros que se ven abocados a ellas por no contar
con el respaldo oportuno.
Por otra parte, y de forma
más general, la eficacia, la satisfacción y la productividad de una empresa
están condicionadas por el modo en que se habla de los problemas que se
presentan. Aunque muchas veces se evite hacerlo o se haga de forma equivocada,
el feedback constituye el nutriente esencial para potenciar la efectividad de
los trabajadores.
Al proporcionar feedback, hay que evitar siempre los ataques
generalizados que van dirigidos al carácter de la persona, como cuando se le
llama estúpida o incompetente, pues éstos suelen generar un efecto devastador
en la motivación, la energía y la confianza de quien los recibe. Una buena
crítica no se ocupa tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como
de centrarse en lo que la persona ha hecho y puede hacer en el futuro. Harry
Levinson, un antiguo psicoanalista que se ha pasado al campo empresarial,
recomienda, para ofrecer un buen feedback, ser concreto, ofrecer soluciones y
ser sensible al impacto de las palabras en el interlocutor.
En los entornos
profesionales contemporáneos, la diversidad constituye una ventaja competitiva,
potencia la creatividad y representa casi una exigencia de los mercados
heterogéneos que comienzan a imperar. Pero para poder sacarle provecho, se
requiere la presencia de aquellas habilidades emocionales que favorecen la
tolerancia y rechazan los prejuicios. A este respecto, Thomas Pettigrew,
psicólogo social de la Universidad de California, subraya una gran dificultad,
pues las emociones propias de los prejuicios se consolidan durante la infancia,
mientras que las creencias que los justifican se aprenden muy posteriormente.
Así, aunque es factible cambiar las creencias intelectuales respecto a un
prejuicio, es muy complejo transformar los sentimientos más profundos que le
dan vida.
La investigación sobre los prejuicios pone de relieve que los esfuerzos por crear una cultura laboral más tolerante deben partir del rechazo explícito a toda forma de discriminación o acoso, por pequeña que sea (como los chistes racistas o las imágenes de chicas ligeras de ropa que degradan al género femenino). Existen estudios que han demostrado que cuando, en un grupo, alguien expresa sus prejuicios étnicos, todos los miembros se ven más proclives a hacer lo mismo. Por lo tanto, una política empresarial de tolerancia y de no discriminación no debe limitarse a un par de cursillos de “entrenamiento en la diversidad” en un fin de semana, sino que debe permear todos los espacios de la empresa y constituir una práctica arraigada en cada acción cotidiana. Si bien los prejuicios largamente sostenidos no son fáciles de erradicar, sí es posible, en todo caso, hacer algo distinto con ellos. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o de oponerse francamente a ellos establece una atmósfera social que los desalienta, mientras que, por el contrario, hacer como si no ocurriera nada equivale a autorizarlos.
Conclusión
Los estragos que la
ineptitud emocional causa en el mundo son más que evidentes. Basta con abrir un
diario para encontrar consignadas las formas de violencia y de degradación más
aberrantes, que no parecen responder a ninguna lógica. Hoy por hoy no nos
genera mayor estupor escuchar que un corredor de bolsa se haya arrojado de un
rascacielos tras una repentina caída de la bolsa, que un marido haya golpeado a
su esposa o que, tras haber sido despedido, un empleado haya entrado en su
compañía armado hasta los dientes y haya asesinado a varias personas
indiscriminadamente.
Estas evidencias se
suman a la ola de violencia que asola al planeta, al alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo, a los niveles de estrés que van en franco aumento y
a una interminable lista de síntomas: todos ellos dan cuenta de una irrupción
descontrolada de los impulsos en nuestras vidas y de una ineptitud
generalizada, y acaso creciente, para controlar las pasiones y los arrebatos
emocionales.
Tradicionalmente
hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales de
nuestra psiquis, en un afán por medir y comparar los coeficientes de la
inteligencia humana. Sin embargo, en aquellos momentos en que nos vemos
arrastrados por las emociones, cuando un chico golpea a otro por burlarse de él
o un conductor le dispara a aquel que le ha cerrado la vía, la inteligencia se
ve desbordada y los esfuerzos por entender la capacidad de análisis racional de
cada sujeto no parecen tener mayor utilidad.
La abundante base
experimental existente permite concluir que, si bien todas las personas venimos
al mundo con un temperamento determinado, los primeros años de vida tienen un
efecto determinante en nuestra configuración cerebral y, en gran medida,
definen el alcance de nuestro repertorio emocional. Pero ni la naturaleza
innata ni la influencia de la temprana infancia constituyen determinantes
irreversibles de nuestro destino emocional. La puerta para la alfabetización
emocional siempre está abierta y, así como a las escuelas les corresponde
suplir las deficiencias de la educación doméstica, las empresas y los
profesionales que quieran lograr el éxito en el entorno de especialización y
diversidad que caracteriza al mundo moderno deben tener consciencia de sus
emociones y dotarlas de inteligencia.
Fuente extraída: https://www.leadersummaries.com/ver-resumen/inteligencia-emocional
DOCUFORUM
https://www.youtube.com/watch?v=NzKpmoTZgBU
Se proyectará otro vídeo, éste no es el que veremos en la tertulia
Tras visualizar el documental se abrirá el debate, planteándose todas las opiniones o interrogantes que surjan sobre el tema en cuestión.
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